Comentario
Aunque Pérgamo y la región de Rodas son los dos grandes centros en que se desarrolla el arte del Helenismo Pleno, sería abusivo limitar a ellos nuestro estudio. Ciertamente, es en el Egeo oriental donde se concentran los hallazgos y las obras principales, pero, aun sin pretender escudriñar estilos locales más o menos imitativos, hay algunas obras, en diversos puntos del mundo helenístico, que no pueden permanecer en el olvido.
Coincidentemente, y en regiones tan alejadas como la Grecia propia, Siria o la Bactriana, son los retratos lo que más nos llama la atención. ¿Cómo no recordar, en el ambiente ático por ejemplo, esa agitada cabeza de bronce que conocemos como el Filósofo de Anticítera, y que demuestra, hacia 240 a. C., la dramatización de retratos como el de Demóstenes?
Interesa, por lo demás, sentir cómo las distintas regiones mantienen, para sus retratos, iconografías peculiares: si Rodas hacía efigies de ciudadanos, Atenas se mantiene aferrada a sus hombres públicos. No es casual, en este sentido, que el mejor retrato realizado en la ciudad en torno al 200 a. C. sea precisamente el de un filósofo estoico, Crisipo. Su autor, Eubúlides, un artista conocido por las honras que recibió en Delfos y en el Pireo a principios del siglo II, nos ha dejado en esta estatua la imagen inolvidable del apasionado polemista, que discute embelesado sobre un problema de lógica, a la vez que emplea la mímica convincente de sus manos. Frente a las viejas efigies distantes de los filósofos clásicos, aquí tenemos la visión honesta, y por ello más honda, de quien conoció a su modelo y pudo conversar con él.
En las monarquías orientales, la retratística se centra en cambio, como podría suponerse, en la imagen oficial del rey; y, a pesar del envaramiento común a este tipo de producciones, a veces encontramos obras maestras de realismo. Es el caso, por ejemplo, del despojado y directo retrato de Antíoco III el Grande, o en tamaño mínimo, de esas magníficas monedas de Bactriana que nos muestran, llenas de energía, la franqueza o brutalidad de Eutidemo I (h. 200-190 a. C.) o Antímaco (180 a. C.). Facciones de este tipo son difíciles de olvidar.
Sin embargo, fue en Alejandría y en el ambiente ptolemaico donde sin duda arraigó con más fuerza, e incluso genialidad en ocasiones, la pasión por el realismo. En esta región, además, hubo algo más que retrato.
Al lado de un cierto interés por los planteamientos pergaménicos -visibles, por ejemplo, en la dramática cabeza del Galo de Gizeh, de h. 200 a. C.-, era el mundo jónico y rodio el destinado a mantener, entre los griegos de Egipto, el contacto con la Hélade. Ptolomeo II había nacido en Cos, que perteneció al imperio de su padre y al suyo propio durante años; los poetas -como hemos visto- viajaban a menudo entre las dos regiones, y Rodas, a fines del siglo III y principios del II a. C., monopolizaba casi por completo el comercio de Alejandría con todo el mundo helenístico. Por ello, no cabe extrañarse, por ejemplo, del realismo de que hacen gala los retratos de Ptolomeo IV y su esposa Arsinoe III, o de que se fundiesen en Egipto esas maravillosas estatuillas que son el Negrito del Cabinet des Médailles, con su ondulante caminar, y la Danzarina Baker, cubierta de telas que se tensan a medida que ejecuta sus armónicos giros.
Pero si hubiésemos de escoger una obra representativa de este mundo, quizá, más que el prototipo de la personificación del Nilo, que imaginamos con dificultad a través de versiones desmañadas, nos inclinaríamos por un cuadro; en concreto, por el que serviría de modelo para un famoso mosaico pompeyano: el bodegón del Gato y la gallina. Parece evidente que la obra original, fechable en el siglo II a. C., se pintó en Egipto: el gato era por entonces un animal casi desconocido en Europa, y las plantas acuáticas que aparecen en la repisa inferior son propias del Nilo; además ha aparecido en Egipto una estatuilla de un gato en la misma actitud. Pero lo importante de la obra es la perfección del tratamiento: cómo las pinceladas marcan la calidad de pelos, plumas y flores, cómo el recurso -entonces común- de hacer surgir los animales y los objetos de la oscuridad proporciona dramatismo y misterio a la pequeña tragedia doméstica. Ante obras como ésta se comprende hasta qué punto los griegos de Alejandría vivían de espaldas a la cultura faraónica, y atentos a cuanto les mantuviese en el helenismo.